Recuerdo vívidamente la primera vez que entré al estudio de Miguel en Manhattan. Era verano y el aire húmedo pesaba al respirar. El estudio era un galerón oscuro de techos altos con tres ventanas grandes al fondo. Se entraba por la cocina.
Mi primera impresión fue un golpe de olor penetrante. Desde la puerta el óleo y la trementina permeaban el ambiente. Me pregunté ¿cómo puede alguien vivir constantemente con ese olor?
En ese entonces Miguel pintaba un cuadro junto a la ventana. Trabajaba todo el día hasta el momento en el que la luz natural se iba y todo en el cuadro cambiaba. Durante el día Miguel no atendía llamadas y no aceptaba visitas. No podía darse el lujo de desperdiciar ni un minuto de luz.
La noche en que lo conocí llegamos en punto de las siete. Mi amiga Mado y yo, ambas estudiantes de pintura en el Art Students League de NY habíamos escuchado hablar del gran pintor español y estábamos emocionadas por conocerlo.
Miguel fue amable, si bien un poco seco al saludarnos. Nos contó que llevaba 10 años en ese estudio y que estaba terminando los últimos cuadros de una serie en Nueva York antes de irse en un camper a vivir al desierto. Llevaba un año preparando el viaje. Nosotras escuchábamos con atención pero mis ojos irremediablemente se desviaban una y otra vez hacia el caballete al fondo del estudio.
La música de Enya daba un punto de ligereza en la oscuridad. Caminamos hacia el caballete que estaba de espaldas. Cuando nos acercamos Miguel giró el caballete con un movimiento rápido, ese cuadro cambiaría para siempre mi percepción de la pintura contemporánea; en el fondo una ciudad en llamas y delante de ella un frasco de vidrio con unas flores de colores pálidos y entre ellas, una flor de anémona azul. Era lo mas bello que había visto en mi vida.
Hasta entonces mi idea del realismo era poder copiar la realidad fielmente y lograr hacer que “pareciera una foto”. Un alarde de perfección técnica. Pero en ese momento estaba viendo una obra que trascendía la realidad misma. No era una copia de nada. En este cuadro había una comprensión inmensa de la vida. ¡Cuánta belleza podía haber en la inteligencia!
No me quedó duda de lo que es el arte y de la existencia de un mundo espiritual en el que la realidad como la percibimos es tan solo un pequeño indicio de la verdad.
Miguel cambió mi vida y la vida de muchas personas con su obra y su sabiduría. Yo tuve la suerte de aprender con Miguel, de hacer una vida plena a su lado llena de aventura y de tener dos hermosos hijos que ahora ya casi son adultos.
En este momento en el que la tecnología permite la vinculación con el mundo entero, quiero compartir contigo la vida y obra de Miguel Ángel Argüello.
– Natasha Gray