Cerca del Rio Bravo y de las montañas del desierto de Chihuahua, del lado de Estados Unidos, se encuentra un pequeño pueblo fantasma llamado Terlingua.
Ese pueblito minero logró gozar de bonanza por la explotación del cinabrio, un mineral rojo brillante del que se extrae el mercurio, pero desde hace mucho tiempo su gloria se ha reducido a unos cuantos habitantes inusuales, turistas de paso y un puñado de jóvenes y fuertes lancheros que se ganan la vida llevando a los turistas a recorrer el gran rio. La vieja iglesia de adobe, el rio y el camposanto – como nombraron al cementerio los mexicanos que trabajaron esas minas – son las únicas atracciones de la zona.
Miguel vio el cementerio por primera vez en una fría mañana de diciembre. Una densa capa de nubes grises se extendía hacia el horizonte ocultando hasta el último rastro de azul en el cielo. Los colores se veían más intensos y saturados bajo la luz tamizada. Las viejas lápidas lucían imponentes sobre las montañas ocre y marrón del desierto; un paisaje que veneraba la historia de los hombres que habían hecho una vida en esas ásperas tierras.
Miguel quedó de inmediato enamorado del lugar y decidió que nos quedaríamos a acampar ahí. Mis ojos preguntaron, “¿En el cementerio?”, pero el ya caminaba entre montículos de piedras y cruces de madera roídas, buscando donde colocar el caballete.
En esa silenciosa mañana Miguel eligió el camposanto de Terlingua como el primer paisaje a pintar dentro de la serie de paisajes del sudoeste americano.
Escogió colocarse en un punto desde donde se veían las montañas de Los Chisos en la lejanía y el cementerio abandonado al frente. Clavamos el caballete con clavos de acero enormes que solo había visto en escenas de películas donde los actores, trabajaban en colocar las vías del tren.
Atornillamos manijas al panel de madera que sujetaba el lienzo atando todo con cables de metal…una proeza de ingeniería… que no siempre nos protegería de los vientos más fuertes, y comenzamos a pintar.
Al cuarto día de estar acampando en el cementerio nos despertamos bajo un hermoso cielo azul. La gruesa capa de nubes se había disipado por completo. Una luz brillante y cegadora había diluido tanto la riqueza de los colores como la emoción de los primeros días. Nuestra realidad sufrió un ajuste muy claro: en el desierto hay muy pocos días nublados.
El comenzar a pintar un cuadro del desierto en un día nublado, sentaría el ritmo de nuestras aventuras por muchos años. Teníamos muchas dudas: ¿Cómo podríamos encontrar en un día de sol la misma luz melancólica del primer día? ¿Cómo podríamos ver la riqueza del color cuando una luz tan fuerte lo aclara todo? ¿Y si hay solamente unos pocos días con nubes, cuanto tiempo llevaría terminar el cuadro?
Debido a la luz que quería pintar, Miguel sólo podía trabajar durante el invierno y casi siempre muy temprano por la mañana antes de que el sol estuviera demasiado alto. Ese tiempo de trabajo se reducía a tan solo dos horas.
Los días en que amanecía nublado eran una verdadera celebración. Miguel se levantaba a toda prisa para ponerse la camiseta térmica, el jersey y la chamarra de invierno, guantes y gorro. Los días de frio en el desierto pueden ser brutales pero una ocasión tan especial no se podía desperdiciar. Y así salíamos con mucho ánimo, dispuestos a pintar a la intemperie por ocho horas o más. Si, yo también pintaba mi pequeña versión de aquel camposanto.
Nuestra vida se volvió un peregrinaje artístico donde de acuerdo a las épocas del año, viajábamos hacia los paisajes cuyos cuadros habían quedado inconclusos el año anterior.
Vivimos en el cementerio de Terlingua y el parque nacional del Big Bend durante el invierno y la primavera. En abril, mudábamos nuestro campamento al norte del cañón del Colorado donde el clima templado y los paisajes remotos nos daban varios meses perfectos para trabajar.
Nuestra parada de rigor eran las bodegas de arte en Santa Fe, Nuevo México, una ciudad que nos encantaba. Cambiábamos los cuadros de invierno por los de verano, nos comíamos un croissant de chocolate en La Fonda junto a la plaza y visitábamos unas cuantas galerías antes de volver a la siguiente temporada en nuestro estudio en la naturaleza.
Y así, en busca de la luz perfecta, pasamos ocho años de viaje entre el cementerio y el desierto.
Natasha Gray