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Como dejar Nueva York nos acercó al arte

Conocí a Miguel a principios de la década de los 90´s en Manhattan. El llevaba 10 años viviendo en NY después de haber trabajado como profesor de posgrado en la Universidad de Santa Cruz en California. Su vida estaba colmada de gente,  eventos y emociones. Los horarios y los compromisos ineludibles interrumpían con frecuencia el invaluable tiempo de pintar.  Era necesario un cambio. Surgió en su mente la idea de un nuevo proyecto; pintar una serie de paisajes al aire libre en los desiertos americanos.

Una fría mañana de diciembre de 1993 nos despedimos de Nueva York.

Cuanto más nos alejábamos la sensación de prisa constante iba cediendo, dejando paso al suave y lento ritmo de nuestro futuro. 

A veces me preguntan con curiosidad que hacíamos Miguel y yo todo el día cuando vivimos en el desierto alejados de todo. La respuesta es simple, y es que estábamos mas cerca que nunca de lo que más nos importaba: el arte. 

Los días en el desierto comenzaban al alba. El aire frío y húmedo del amanecer se colaba por las grietas de nuestro pequeño camper mientras desayunábamos avena con cantos gregorianos. 

A las 8 a.m. ya estábamos listos para trabajar. Nos despedíamos y caminábamos en silencio cada uno hacia el paisaje que había elegido pintar. La vista interminable nos presentaba posibilidades infinitas de imágenes que podrían ser cuadros futuros.

En el desierto la mezcla natural de los colores es una armonía perfecta. En un día nublado puedes ver líneas doradas de luz cortar como navajas las oscuras nubes de  color gris azulado. La tierra se ve marrón, los cactus y arbustos parecen brillar con luz propia. En los días de sol, los colores se derriten suavemente dejando ver los tonos ocres y rosas de la tierra. No hay contraste y el aire es tan transparente, que desaparece.

En ese tiempo no era necesario llevar ni agenda ni reloj. Nunca prestamos atención al horario, seguíamos el ritmo del sol y su cruzar en el cielo. Cuando estaba justo arriba de mi cabeza,  sabía que era la hora de comer. 

Paisaje a las afueras del Big Bend – Óleo sobre tela

Casi siempre preparaba sándwiches: nuestro favorito era el de queso mozzarella con tomate, pimiento y albahaca generosamente rociado con aceite de oliva español.

Yo llevaba los bocadillos que había preparado al sitio de pintar donde estaba Miguel. Mientras comíamos analizábamos los avances del cuadro y yo le daba mis opiniones. Él las escuchaba con atención frunciendo el ceño y asintiendo con la cabeza…tomaba muy en serio mis palabras. 

Después de comer aún nos quedaban varias horas de luz para seguir trabajando. 

Nos volvíamos a reunir al atardecer para dar largos paseos antes de cenar junto a la fogata. Terminábamos el día compartiendo una buena lectura que yo siempre leía en voz alta. 

Durante esos años leímos incontables libros, caminamos muchos kilómetros y pintamos todos los días.

Habíamos cambiado la emoción de la ciudad por el abrazo del silencio en el desierto.

Natasha Gray

El viaje de un artista; del cementerio al desierto

Cerca del Rio Bravo y de las montañas del desierto de Chihuahua, del lado de Estados Unidos, se encuentra un pequeño pueblo fantasma llamado Terlingua. 

Ese pueblito minero logró gozar de bonanza por la explotación del cinabrio, un mineral rojo brillante del que se extrae el mercurio, pero desde hace mucho tiempo su gloria se ha reducido a unos cuantos habitantes inusuales, turistas de paso y un puñado de jóvenes y fuertes lancheros que se ganan la vida llevando a los turistas a recorrer el gran rio. La vieja iglesia de adobe, el rio y el camposanto – como nombraron al cementerio los mexicanos que trabajaron esas minas – son las únicas atracciones de la zona.

Miguel vio el cementerio por primera vez en una fría mañana de diciembre. Una densa capa de nubes grises se extendía hacia el horizonte ocultando hasta el último rastro de azul en el cielo. Los colores se veían más intensos y saturados bajo la luz tamizada. Las viejas lápidas lucían imponentes sobre las montañas ocre y marrón del desierto; un paisaje que veneraba la historia de los hombres que habían hecho una vida en esas ásperas tierras.

Miguel quedó de inmediato enamorado del lugar y decidió que nos quedaríamos a acampar ahí. Mis ojos preguntaron, “¿En el cementerio?”,  pero el  ya caminaba entre montículos de piedras y cruces de madera roídas, buscando donde colocar el caballete. 

En esa silenciosa mañana Miguel eligió el camposanto de Terlingua como el primer paisaje a pintar dentro de la serie de paisajes del sudoeste americano. 

Escogió colocarse en un punto desde donde se veían las montañas de Los Chisos en la lejanía y el cementerio abandonado al frente. Clavamos el caballete con clavos de acero enormes que solo había visto en escenas de películas donde los actores, trabajaban en colocar las vías del tren. 

Atornillamos manijas al panel de madera que sujetaba el lienzo atando todo con cables de metal…una proeza de ingeniería… que no siempre nos protegería de los vientos más fuertes, y comenzamos a pintar.

Al cuarto día de estar acampando en el cementerio nos despertamos bajo un hermoso cielo azul. La gruesa capa de nubes se había disipado por completo. Una luz brillante y cegadora había diluido tanto la riqueza de los colores como la emoción de los primeros días. Nuestra realidad sufrió un ajuste muy claro: en el desierto hay muy pocos días nublados.

El comenzar a pintar un cuadro del desierto en un día nublado, sentaría el ritmo de nuestras aventuras por muchos años. Teníamos muchas dudas: ¿Cómo podríamos encontrar en un día de sol la misma luz melancólica del primer día? ¿Cómo podríamos ver la riqueza del color cuando una luz tan fuerte lo aclara todo? ¿Y si hay solamente unos pocos días con nubes, cuanto tiempo llevaría terminar el cuadro? 

Debido a la luz que quería pintar, Miguel sólo podía trabajar durante el invierno y casi siempre muy temprano por la mañana antes de que el sol estuviera demasiado alto. Ese tiempo de trabajo se reducía a tan solo dos horas. 

Los días en que amanecía nublado eran una verdadera celebración. Miguel se levantaba a toda prisa para ponerse la camiseta térmica, el jersey y la chamarra de invierno, guantes y gorro. Los días de frio en el desierto pueden ser brutales pero una ocasión tan especial no se podía desperdiciar. Y así salíamos con mucho ánimo, dispuestos a pintar a la intemperie por ocho horas o más. Si, yo también pintaba mi pequeña versión de aquel camposanto.

Nuestra vida se volvió un peregrinaje artístico donde de acuerdo a las épocas del año, viajábamos hacia los paisajes cuyos cuadros habían quedado inconclusos el año anterior.

Vivimos en el cementerio de Terlingua y el parque nacional del Big Bend durante el invierno y la primavera. En abril, mudábamos nuestro campamento al norte del cañón del Colorado donde el clima templado y los paisajes remotos nos daban varios meses perfectos para trabajar.

Nuestra parada de rigor eran las bodegas de arte en Santa Fe, Nuevo México, una ciudad que nos encantaba. Cambiábamos los cuadros de invierno por los de verano, nos comíamos un croissant de chocolate en La Fonda junto a la plaza y visitábamos unas cuantas galerías antes de volver a la siguiente temporada en nuestro estudio en la naturaleza.

Y así, en busca de la luz perfecta, pasamos ocho años de viaje entre el cementerio y el desierto.

Natasha Gray